miércoles, 10 de enero de 2007

DE HERMANOS Y PELUQUERAS


Hay temas que mejor es no tocar. Hay temas que, tácitamente, uno se pone de acuerdo en no mencionar. Cuando uno conoce a los Chang debe estar al tanto de que el corte de cabello, el arte de afeitar, es uno de esos temas que conviene no destapar.

Dicen que los hermanos Chang, cuando apenas superaban la pubertad, compartieron en silencio el amor por una misma mujer. Dicen que ella era de una hermosura que robaba el aliento, que su piel era como la porcelana china y sus manos –esas de dedos largos que se hundían en las negras cabezas de los hermanos- estaban talladas en el más fino marfil.

Sólo ella tenía permiso para afeitar a los Chang. Entraba el mayor primero, se tomaba la mitad de la tarde, salía sumido en el más absoluto ensimismamiento, en una combinación de frescura con melancolía. Pasaba entonces el segundo hermano, se cruzaban sin siquiera intercambiar miradas, y el pequeño de los Chang se quedaba afeitándose con la hermosa peluquera hasta ya entrada la noche. Nadie fue jamás testigo de lo que ocurría allá adentro. Pero son muchos los que aseguran que la frescura y la melancolía de ambos era idéntica una vez salían de allí.

El ritual se repetiría durante una decena de años, al menos una vez por mes. El tiempo para afeitarse era sagrado, no importaba cuán bien o mal fueran los negocios. Sin embargo, se dice que en un ajuste de cuentas, una tarde infeliz que los Chang no se atreven ni a mencionar, alguien decidió cobrarles un asuntillo a los hermanos justo en donde más daño podía hacerles. Parece que utilizó sus propias tijeras, hojillas, corta cutículas. El punto es que de la peluquera no se supo nunca más.

A partir de entonces los Chang no confían en nadie que empuñe navajas y tijeras cerca de sus cabezas. No pisan barberías, no dejan que mano alguna les roce la cara o les toque un solo pelo portando metales filosos. Se cortan el cabello entre ellos. El mayor al menor, el menor al mayor, el mismo día, en secreto. Los resultados son preocupantes, pues los hermanitos saben de muchas cosas y no es poca su sabiduría; pero el arte de afeitar no lo llevan. La barbería no es su fuerte y sus cabezas disparejas son la mayor evidencia. Aunque nadie se atreva a comentarlo. Nunca en voz alta.

Por eso fue nuestra sorpresa cuando nos ordenaron este nuevo negocio. Las reglas claras: una peluquería, sólo mujeres, mujeres con reflejos, desrices, permanentes, mujeres armadas con tijeras y cera ardiente, mujeres que hacen y se hacen manos y pies, mujeres disparándose aire hirviente en la cara con potentes secadores, halándose los pelos por medio de cepillos redondos, que se llenara el espacio con risas femeninas, con charlas de peluquería, donde se descosiera y se armara el mundo con toques de mujer, un reducto sagrado donde la torpeza y la fealdad masculina no tuvieran cabida.

Esta es la peluquería de los hermanos Chang. La única en el mundo en la que ponen un pie, donde se sientan sobre sillas giratorias, sonríen, se dejan acariciar, acomodar el cuello, zafar nudos de pelo enmarañado. El único sitio en el que aún se horrorizan o sorprenden con lo que ven y oyen. El único lugar donde se entregan a esa frescura y esa melancolía que les llenaba las cabezas por dentro y por fuera hace tantos años atrás.

En fin, el único espacio donde se saben a salvo.

José Urriola y Fedosy Santaella (aprendices de barbero).

LOS JARDINES DE VERSALLES

María Celina Núñez


a Hugo Arapé

I
Soy la que camina por las calles
El ardor penetra las suelas de mis zapatos.
Me muevo por los bordes de la ciudad
Mientras en los Jardines de Versalles se celebra una fiesta


II
Soy la más nueva entre los mendigos del basural
Llevo un libro en mi mano
Lo abro cuando la luna está en lo más alto
Y como un farol me permite leer
En menguante empieza a decrecer la luz
Aún no me hago de unos cartones para dormir
Esta mañana fui al mercado y no logré nada
Llega la noche
Me acuesto con el libro de almohada
Y el resto de mi cuerpo regado sobre la tierra fría.


III
Ojeras grises rodean mis ojos
Llevo la misma ropa siempre
No tengo donde guardar mis cosas
Cargo una bolsa plástica al hombro
No hay allí una manta para el frío de la noche.


IV
He descubierto un ratón en mis estrechos dominios
No lo expulsaré
Sé lo que es no tener casa
Y el animalito ha encontrado una


V
Hoy ha salido medio pueblo a la calle
Camino entre todos buscando el conjuro que los ha reunido
Pregunté a varias personas y todo lo que obtuve fue
Mejor regrese a su mugroso lugar


VI
Aquí en mi mugroso lugar
Obedezco al pueblo conjurado
Pero de conjuras no entiendo nada


VII
La fiesta de los Jardines de Versalles
se ha transformado en un torbellino
Yo me estoy quieta
Lejos de los otros
Oí que están montando
Guillotinas en la ciudad


VIII
Hace años
Mis padres mi hermano y yo
Mirábamos la TV en la madrugada
A ver qué pasaba
Fue un tiempo breve de bombardeos
Y cabezas cortadas
Luego transcurrieron unos años en calma
Pero hoy nuestros enemigos detentan el poder


IX
Soñé que tenía una familia
Una cama
Y que sabía tocar violín
Me despierto deseosa de aspirar el polvo blanco.
Voy a buscar a quien siempre tiene
Dispuesta a pagar el precio conocido
No me he lavado la cara siquiera


X
Cerca del basural hay un lugar donde se aglomeran las palomas.
Veo cómo un señor las estrangula y las mete en un cochecito vacío
Tiene hambre como yo
Pero no me atrevo a portarme como Hemingway


XI
He aprendido a diferenciar los olores
Del contenedor de basura junto al que duermo
Hoy una familia botó sus muebles viejos
Un niño ensució sus pañales
Y en el fondo yace un cadáver con la cabeza cortada


XII
La que era mi casa ahora queda demasiado lejos
Para llegar hay que andar por un camino de piedras
Esas piedras no me imantan ya
El hogar está encendido pero ese fuego no me calienta
Nunca tuve un hermano
Los rostros de mis padres son un par de caretas
Y yo he echado a andar


XIII
La otra noche estuve en un hotel con una mujer
Muy bien vestida ella
a mí no me dejaban entrar por lo contrario
Sacó un tarjeta color plateado y lo siguiente fue entrar en la habitación
Le dije – hoy no quiero hacer nada
Sólo he venido por un poco de agua tibia
Un jabón
Y una cama donde dormir.
La mujer no me echó.
Se recostó bien pegada del borde de la cama y dijo –báñate y descansa
Y dormimos juntas.
Era tal separación entre los dos cuerpos que habría cabido un tercero
Y hubiera sido un menage a trois


XIV
La mujer de la tarjeta plateada ha llegado no sé cómo al basural
Me ha dicho –Vámonos tú no tienes que estar aquí.
Yo me negué a abandonar mi tierra de malos olores y le dije
-¿Con una tarjeta de esas se pueden comprar unos cartones para dormir?


XV
Me llega la noticia de que mi padre ha muerto hace un par de semanas
He tratado de llorar
He querido levantar la mirada al cielo
Todo ha sido en vano
Consigo una vela de la Candelaria y la enciendo
Sigo sin llorar.
La noticia llegó dos semanas tarde


XVI
Lo único que conservo de mi vida de antes es esta fotografía carcomida en los bordes
Se ven la computadora y uno de tantos estantes como libros tenía
La miro y me impresiona lo blanco de las paredes
En el basural todos los colores se funden en una especie de marrón
Es la primera vez en todo este tiempo que veo algo blanco
Entonces recuerdo que no tengo regreso
Que me quedo aquí no sólo porque así lo quiero
Sino porque deje de pertenecer a los lugares de paredes blancas


XVII
Las fauces de Versalles
Nos alcanzaron anoche
Amenazaron con la guillotina
Se llevaron a varios
Con cachiporras
Resolvieron lo demás


XVIII
Estoy tendida boca arriba
Miro el techo y las paredes
Caigo dormida
Despierto
Recuerdo
Anoche nos sacaron del basural y peleamos
Estoy lastimada
¿Quién me ha traído aquí?
¿Qué fue de los demás?


XIX
Me bañaron en el hospital y me vistieron
¿Con la ropa de quien?
Salgo de nuevo a la calle a buscar otro escondite
La ciudad está llena de basura
Sólo hay que agudizar el olfato


XX
Deambulo por la ciudad como una perra olisqueando rincones
Cuando se hace de noche
Un viejo recostado en una santamaría me ofrece un trago
Lo bebo sin asco a ver si me deja compartir con él
Me ofrece más y acepto
Estoy borracha
Así suelen suceder las cosas
En el cinto lleva un cuchillo afilado
Me toma de la mano y me lleva a su basural
La fiesta en los Jardines de Versalles ha comenzado de nuevo

MEMORIAS CAPILARES

Cynthia Rodríguez


No puedo entender cómo es que las mujeres venezolanas se someten semanalmente a ese rito del demonio. Se lo pintan, se lo cortan, se lo planchan, se lo queman, se lo alisan, se lo permanentean, se lo extienden, se lo enmoñan, se lo laquean, se lo abomban… No sé si es porque la naturaleza me dio buen pelo, pero la idea de ir a la peluquería para mí es un mal necesario, que se practica una vez cada dos meses, y consiste en cortar y dar forma, para que una no parezca una María de Jorge Isaacs. Hasta ahí llego yo. Todas esas horas que mis amigas pasan sentadas en la sillita giratoria, con la señora murmurando chismes y jalando pelo quemado, me parecen la peor de las pérdidas de tiempo.

Creo que las peluquerías son como carnicerías de lo femenino. Las mujeres se sientan en esas sillitas como salchichas en una bandeja, se dejan quitar, poner, moler, rayar, trocear, mientras son vistas desde la calle gracias a las infaltables paredes de vidrio del local. Salen sintiéndose unos lomitos recién horneados y esperando que alguien les hinque el diente. Y cada tanto el ciclo se renueva.

La peluquera o el estilista, se sabe sus vidas y obras. Si los maridos fueran a sentarse en esas mismas sillas de vez en cuando, tal vez verían la otra cara de la mujer con la que se casaron. Tal vez correrían espantados. Quién sabe.

Y cada vez que se entra, se corre el riesgo de la novedad: ¡Mana, ¿porqué no te haces unas mechitas? Tengo un tono nuevo que te va de perlas! O el típico corte que uno vio en la revista (“Esa muchacha bellísima de la foto es igualita a mí. Seguro que me veo fantástica, me lo voy a hacer…”) y que en la realidad, tras una lavada en casa, te hace sentir como la más infeliz de las loras matadas a escobazos.

O la uña, la ceja, la limpieza de cutis, la depilación o cualquier otro servicio que hace que la cuenta suba y la autoestima se componga un par de horas, hasta que llegas a tu casa y tu marido se te queda viendo con cara interrogativa y suelta: “Mi amor ¿No ibas a la peluquería? ¿Que pasó, estaba cerrada?” o el eternamente peor “¿Qué te hiciste?”, que conduce inevitablemente a la hemorragia de lágrima, moco y tú no me entiendes.

****

Cuando viajo a alguna ciudad de esas que me gustan mucho y donde invento que quiero irme a vivir al menos un año, me pega más. ¿Cuántas peluquerías hay en Caracas? ¿Cuántas en comparación con librerías, discotiendas, tiendas de diseño, centros de arte, cines, teatros, quincallas, ventas de chorizo, puestos de churro, chicheros ¿Alguien las ha contado?

Se reproducen como los Gremlins en Navidad. Salen de donde no hay espacio. Donde antes había una bodega, hoy hay una peluquería. Donde antes había una peluquería, hoy hay dos. Donde antes había un taller mecánico hoy hay taller mecánico, agencia de loterías y peluquería. En las novísimas ferias de las universidades te secan el pelo mientras tratas de leer a Jürgen Habermas o a Theodor W. Adorno. ¿No te jode?
De un tiempo a esta parte tenemos además a Carmelo. Ese viejecito con cara de loco que mira al vacío desde los letreros de sus salones de la infamia, donde unas setenta mujeres forradas en pantalón rojo están entregadas a la tarea de secar el pelo a las no pocas clientas que, por una suma ridícula de plata, ponen sus melenas en manos de estas doñas.

No se pelan la operación al menos dos veces por semana y, si llueve, puede que tres o cuatro. Ah, es que ese es el terror de toda mujer que se seca el pelo: la lluvia. Uno las ve correr desesperadas cuando el cielo se encapota, como si fuera a llover ácido sulfúrico en vez de agua, como si la ira de Thor se hubiera desatado de una vez por todas y sus rayos destructores fueran a caernos directamente en la cabeza. Lo que pasa es que esos 5 mil bolos que acaban de soltar en donde Carmelo son una inversión. Y la lluvia se lo lleva todo. Ilusión, sex appeal, desriz de arcilla, pelo secao. Todo se va con el agua.

****

Soy rara, ya lo sé. Desde que tengo uso de razón recuerdo haberle tenido pánico a las peluquerías. Para mí, peluquera y dentista son dos formas de ejercer la tortura que han sobrevivido todos los tratados de Derechos Humanos a través de los tiempos.
Cuentos de horror, los tengo todos: más de un look espantoso (¡yo quería verme como Madonna, no como Ronald McDonalds!), una especie de sarna por unas tijeras mal lavadas, un tijeretazo certero en el lunar que tengo en la nuca (al que desde hace unos años bauticé como Chávez) y más sangre que en el cumpleaños de Lady Macbeth, semanas de usar cola y ganchitos esperando que me creciera el pelo y no se vieran los horrores del corte… Lágrima y moco.

Mis peores recuerdos peluqueriles provienen de la época en la que mi mamá me hacía llevar el look totuma. Para tal fin, me llevaba al mismo “salón de belleza” al que ella iba, religiosamente, al menos una vez al mes. Nos acompañaba mi abuela, que era todavía más creyente de las maravillas de la peluquería. Todas las semanas se pasaba por donde Irma para que le pusieran una ampolleta –una suerte de gotas del Carmen que le daban reflejos inevitablemente morados a su corona de algodones rubios-, le secaran el pelo y le “hicieran” las manos y los pies (como si no tuviera ella unos propios).

Mientras esperaba a mi mamá y a mi abuelita entre el olor a pelo quemado, los chismorreos de las viejas, y los innumerables pies con los dedos metidos entre pelotas de algodón, rezaba escondida tras alguna revista Hola! que ninguna de aquellas brujas se antojara de mis pelitos. Pocas veces me salvaba. Nunca faltaba alguna que se me quedara viendo y dijera: “tiene la pollina muy larga, se le va a meter en los ojos”, a lo que mi madre y abuela, maestras las dos, respondían aterrorizadas “entonces córtasela un poquito”, creyendo que con aquello me garantizaban el rendimiento escolar que nunca tuve.

Hoy, que soy una atravesada y protestona de primera, no entiendo porqué fui siempre tan obediente a acompañarlas a aquel infierno si era obvio que mientras subía la escalera de roja alfombra que conducía a los dominios de la bruja Irma, me estaba dirigiendo al cadalso, y lo peor es que ya lo sabía.

La señora –que era igualita a Endora, la mamá de Hechizada- me agarraba la cabeza, me la enderazaba, trazaba con sus uñotas fucsias una suerte de mapa imaginario por mi frente y chas, me pasaba la tijera en línea recta sobre los ojos en una operación que me hacía picar la nariz y lucir todavía más mensa de lo que siempre he sido, si tal cosa fuera posible.

Claro que, si bien aquello no me gustaba para nada, podía decirse que si entraba y salía de donde Irma con la pollina más corta, técnicamente, me había salvado. Jodido era cuando la vieja se ponía creativa.

Una vez, me acuerdo, la pérfida me hizo creer que me haría el corte de Heidy, mi adorado ídolo televisivo de por esos días. Como yo era blanca como el papel, de pelo negro y regordeta como un tanquecito, la fantasía de parecerme a la niña que corría descalza por los Alpes se me hizo plausible. Pobre de mí. La idea de Heidy que ella tenía seguramente venía de alguna niña judía sobreviviente de un campo de concentración. Y así fue como me dejó. Sólo que, siendo regordeta, el efecto era todavía más infame. Estuve como un mes sin querer salir de la casa, escuchando y “Our house, in the middle of our street”. No sé si mi mamá se acordará de aquél despecho capilar.

Todavía hoy, cuando me toca visitar al bendito de Jóse (mi adorado estilista), recito todo el parlamento: “Consérvame el corte, pero quítame lo que tengo feo. No me lo vayas a secar, que no me gusta. No me hagas nada que me obligue a venir en menos de dos meses o a usar laca. Ah, y por favor ¡Acuérdate de Chávez!”.

TOILET

Eleonora Requena



algunas
con menos penas que glorias
ante el tálamo de las aguas servidas
conjuramos excrecencias - mascarillas
nos miramos los hilillos enramados
diáfanas ahogamos los suspiros
(el oscuro vuelo de las ilusiones)
maquillamos los residuos
de aquel sueño- leve y alcoholado
-cuántos ademanes ante el yo mezquino
y aducimos: las higienes lindan con la suerte
el horror con las dulces mentiras.

LA MANICURE

María Graciela Bastardo



Cuando las conocí, estaban siempre calladas cortando cutículas, pintando, echando brillo, concentrándose en modelar uñas, y convertir en motivo de coquetería eso que tanto nos animaliza, materia incomprensible, que crece y crece hasta después de nuestra muerte y que podría crecer en espirales largísimos sino existiese nuestra Cultura. Qué piensan las manicuristas allí tan calladas, pero un día se dejaron de callar y me agarraron confianza cuando quedaba sólo yo en el local, entonces supe de los barrios donde viven, de los autobuses que tienen que abordar para llegar a casa, del agua que se mete cuando llueve, del novio que cela, del novio que no llama, del esposo de toda la vida y también las oí burlarse de sus clientes, porque las clientes hablan como si a ellas les interesara que el esposo trabaja hasta tarde, que el hijo estudia en el exterior, y que la casa les da un trabajo horroroso porque quién controla a una servidumbre que hace lo que le da la gana. Y las clientes que trabajan hablan de informes, proyectos, reuniones, viajes de trabajo, y ellas asintiendo, sí, no puede ser, pero ese jefe suyo, francamente, y por el otro lado la señora Marta, que tiene rato ufanándose de su rebeldía para con los médicos, que ella no guarda reposo, que ni loca se queda encerrada en su casa, va y con su cara pálida y los labios moradísimos, vomita sobre la mesita, los utensilios y qué pena mijita, pero es que yo me sentía tan bien esta mañana, llama a mi hijo y su hijo en una reunión de trabajo, entonces no te molestes, yo me voy solita o llamo a la Beba para que me venga a auxiliar, porque uno los pare y los educa y les da lo mejor para que les salgan a una con esto, no hay derecho.

Y una ve a las manicuristas tan calladas que pareciera que ni se conocieran pero no, si una se fija bien miradas van y miradas vienen cuando mojan la brochita del esmalte, cuando cambian de mano, de uña, del cortacutícula a la lima, de la lima al palito de madera, del brillo al esmalte y del esmalte al secador, levantan levemente la cara y a mirar se ha dicho y a decirse mirando. Y cuando se quedan solas entonces ¿escuchaste las groserías que decía esa niña hablando por teléfono?, porque si una habla así, una es niche, tierrúa, vulgar, pero las dice esta niña, y es una pava bella, qué simpática, qué desenfado. Pero las manicuristas nada que sueltan prenda, ni siquiera cuando le suena el celular, y dice con la voz quebrada está bien, yo sé que eso iba a pasar y empieza a llorar en pleno esmalte rojo, permiso, ya vengo, y la cliente espera y espera, y cuando llega con la naricita roja, la cliente, que le acaba de contar media vida, no pregunta nada y la manicurista no dice, no cuenta lo que sucedió. ¿Te imaginas si es algo de eso que sucede en los cerros?, le mataron al hermano, le maltrataron a la hija, botaron al esposo por borracho, la tía se murió de tanto esperar en un hospital inmundo, el rancho se derrumbó, qué puede decir una, si una nunca ha pasado por algo tan de barrio, tan normal en esos cerros como la manicure semanal de nosotras, como una uña que se parte, qué estrés, dame una cita de mantenimiento. Nadie dice nada mientras ellas se miran más que nunca. Las cutículas de las clientes tiemblan, saben que algo terrible va a pasar, los esmaltes y los brillos se desbordan, las acetonas se derraman en las bocas, traguen desgraciadas, los cortacutículas propinan cortadas profundas en las espaldas, las limas y las piedras pomez se frotan contra las pieles más delicadas, los palitos de madera se clavan en los ojos hasta que la manicurista de la nariz roja y acontecida saca un algodoncito blanco en señal de alto el fuego, ya están todas muertas, ahora tenemos que deshacernos de los cuerpos, limpiar la sangre, cambiar las toallas, el agua del remojo, desinfectar los utensilios porque ya llegó la próxima cliente.

SE VENDE TUBO POR CAMBIO DE RAMO

Adriana Bertorelli

(Ilustración de I.W. Alexander)


En honor al Chic Bar

Mueve esas sillas para allá Ramoncito y mosca con las colillas. Habrá que mandar a retapizar porque los sillones están inusables, pero será con vaca porque yo sola no puedo, y ya deja la lloradera mijito que los cambios son pa bueno. ¿Hasta cuándo la da una por obligación? Además, por más que sea, el olor a tinte es menos pior que el de la cerveza rancia y ni hablar de otros olores. No más viejos rascados. A partir de esta semana las clientas serán las cuaimas de esos tipos. Ahora tendremos los dos lados del cuento. Mira que esos son capaces de decirle a una cualquier cosa por puro anotarse puntos. Hasta hablar mal de la madre que es lo más sagrado, si eso los acerca al hueco. Óyeme bien Ramoncito, nada de ponerte esas lycras. Que era esto o cerrar por las quejas de la asociación de vecinos. Ya estoy cansada de que de que ni a Jaír ni a Naíl me los inviten a las piñatas del kinder, ya está bueno ya. Una es una dama, una mujer trabajadora. ¿O acaso darla a juro y además poner cara de que es sabroso es poco trabajo? Deja la lloradera ya te dije ya, que ya estás hecho un experto en sistemas de uñas postizas. Claro que a una le va a hacer falta su cariñito y su cosa, pero entonces será distinto porque una va y se la da a quien se la merece (o a quien se pueda). Igual yo me llevo algunos teléfonos claves en caso de necesidad extrema, mijito, porque tampoco después de que a una le sobran machos, ahora va a venir a pasar hambre, no señor. Una también tiene que cubrir sus necesidades. Y ustedes vayan pensando qué nombres van a usar, mira que una peluquera llamada la Mar sin Fondo o Flor de Barranco, tampoco luce. Vayan desatornillando el tubo que con esta crisis seguro es lo primero que se llevan. Y denle gracias a Dios que allá en Ureña hice mi curso de peluquería, porque si no, estuviéramos todas jodidas. Del famoso Chic Bar de la Casanova a la Peluquería Passion Salon Unisex. No tiene tanta presencia el nombre, ni el oficio, si a ver vamos, pero está mejor visto. Menos mal que las entrené para que se arreglaran bien antes del chou, y que Dios es grande y me dio la inteligencia para tener dos profesiones. Eso sí, cada quien paga sus cepillos y su secador con sus aguinaldos. Vayan practicando ser gente decente. Nada de estar encimándose con los clientes. Y cuando termines de llorar, sóplate los mocos y coletea por aquicito con bastante cloro para quitar este pegoste de condones, Ramoncito.

MISE EN PLACE

Lena Yau



El Señor Detective toma las huellas dactilares del vehículo. Un toyota corolla del 88, color arena, placas XBJ-811. Pide un papel y alguien extiende presto prestísimo una servilleta. Mirada relámpago del Señor Detective a la dueña del vehículo que rebufa, suda, voltea los ojos y esgrime un teléfono móvil que amenaza con usar si no resuelven su caso ipso facto.

El Señor Detective busca detrás de su oreja un lápiz. Repara en su cuerpo mordido y trata de taparlo con los dedos pero entonces repara en sus uñas de luto que diría su madre y se olvida de las muescas del lápiz, lo primero es lo primero, y comienza a tomar notas para escribir el informe del caso, eso sí, escondiendo como puede las uñas de la mirada de la señorita cuya furia va in crescendo.

“Recibido un aviso de la Central nos aproximamos al lugar de los hechos encontrando allí a una señorita quien, hecha un obelisco, zarandeaba al oficial Canache (Cabezadeajo) y gritaba sin ton ni son. Conminamos a la susodicha a soltar al interfecto, a entregar sus documentos y a dejar de vociferar a lo que no accedió hasta que dije so pena de arresto. Soltó al compañero oficial pero no atendió el resto de la orden así tuve que decir desacato y escándalo público para que obedeciera a lo que la autoridad reclamaba, a saber: que entregara sus papeles y que dejara de gritar.

Se procede a interrogar al oficial Canache quien, recuperando el aire, manifiesta que quiere un café y que lo alejen de la señorita. Una vez concedidas sus peticiones dice que sobre las once de la mañana la citada ciudadana pedía auxilio en el medio del parking, que él acudió como es su deber a socorrerla y que sin mediar palabra lo tomó del pescuezo (sic) y comenzó a gritar. Al preguntársele al oficial Canache qué le decía en los gritos dijo que no entendía casi nada, salvo palabras altisonantes que no reproduciré en este informe. Asegura que la presunta daba alaridos en otro idioma y que no era inglés porque él, aunque no sabía hablarlo, lo entendía por las canciones. El oficial cree recordar dos palabras: amanita y cesárea. Luego el interrogado mencionó algo relacionado con un exorcismo. Le dije que eso no tenía que ver con el caso y comenzó a elevar la voz, razón por la cual pronuncié amonestación y/o arresto y cerró la boca. Le hice saber que ya no se necesitaba su presencia, que podía y debía irse al módulo y así lo hizo.

Acto seguido pasé a interrogar a la señorita. Hago constar que la misma responde a las iniciales I.P.M, que tiene 24 años, que es soltera y de este domicilio. Sé que no viene al caso pero el protocolo así lo exige. Quiero agregar que es alta, delgada, blanca, de cabellos negros y nariz aguileña. Esto tampoco viene al caso, ni es por el protocolo. Lo coloco porque siempre había querido escribir algo así. La señorita mostró cierta altanería que pasé por alto dado su estado de nervios aunque le dejé claro que sólo por esta vez y que bajara el tono. El interrogatorio se desarrolló como sigue:

El Señor Detective: Ciudadana, haga el favor de contestar únicamente a las preguntas. Sea concreta. El vehículo no ha sido forzado. No hay vidrios rotos. Los cilindros están intactos. ¿Cuántos juegos de llaves tiene?

I.P.M: Tengo dos. Y aunque no esté forzado sé que han abierto el carro.


El Señor Detective: No quiero repetirle las normas. Cíñase a la pregunta. ¿Quién tiene el otro juego de llaves? ¿Cree que alguien pudo haberlas copiado?

I.P.M: Yo y No.

El Señor Detective: ¿Puede ser más distendida?

I.P.M: Me dijo que me ciñera a la pregunta.

El Señor Detective: ¿Sabe que no colaborarle a la justicia puede ser un delito? Podría pensar que me distrae para que otros cometan hechos punibles. Si tomo en cuenta que usted insultó, habló en un idioma extraño y mencionó palabras como amanita se puede ver en un aprieto.

I.P.M: Escuche, policía…

El Señor Detective: Inspector, señorita, INS-PEC-TOR…la escucho…

I.P.M: Este mes han abierto mi carro cinco veces. Dos de ellas esta semana. No forzaron los cilindros, no rompieron los vidrios, no doblaron las puertas, no reventaron el maletero.

El Señor Detective: Eso ya lo sé. También sé que no hay huellas y que no falta nada de valor.

I.P.M: ¿CÓMO QUE NO FALTA NADA DE VALOR? ¿QUÉ ES VALOR PARA USTED?

El Señor Detective: NO ME CHILLE! Cálmese y recuerde quién es la autoridad aquí. No me obligue a tomar medidas. No le paso una más.

I.P.M: ME CALMO, me calmo.

El Señor Detective: He inspeccionado el vehículo. Están sus discos, su equipo de sonido, las cornetas, la caja de herramientas (gato y triangulo incluidos), las cuatro ruedas y la de repuesto con sus rines , todos los faros, los limpia parabrisa, los retrovisores, la parrilla, la antena y los emblemas. A lo que hay que sumar una chequera, la ropa de la tintorería, cuatro libros, dos cajas de cigarrillos y dos de chicle de menta sin azúcar, el periódico de hoy, una cámara de fotos, una caja de cerveza, tres botellas de vino, un helecho y lo que presumo es la compra del mes. ¿Le falta algo?

I.P.M (gritando y llorando):SI!!! FALTAN LAS AMANITAS CESAREAS!!!!ESO ES LO QUE FALTA HOY!!! Hace cuatro días desapareció la flor sal de Guérande. La pimienta de Sarawak se esfumó en el tercer robo junto a medio kilo de papas Manoske, y tres semanas atrás el aceite Bianacardo…

El Señor Detective: Ajá … ¿Y qué le faltó la primera vez?

I.P.M (hipando): Un tulipán de doce que compré.

El Señor Detective: Recapitulando, no hay daños a la propiedad. No hay constancia de que hayan abierto el vehículo o de que le falte nada, no sé a qué se refiere con amanitas, sarawak, manoske y bianacardo. No hay testigos, no hay huellas, no hay nada que yo pueda hacer. Nadie roba flores o comida pudiendo robar un equipo de sonido. Dentro de su vehículo hay un auténtico botín que no ha sido expoliado. Nada ha sido sustraído. Doy el caso por cerrado”.

El Señor Detective le da la espalda sin despedirse.

La dueña del vehículo resuella y musita insultos apretando la mandíbula. Quiere llamar pero no logra pulsar las teclas. Las manos le tiemblan. Es la tercera vez que marca un número equivocado. Respira profundo y observa al policía pasando sus notas en limpio. Decide no mirar hacia allá, eso la desespera más. Intenta de nuevo: tresnuevesiete cuatrouno cincoseis…dos timbrazos y alguien, al otro lado de la línea, quién sabe dónde, contesta. Ella se lleva la mano al pecho y suspira. Le cuenta a su interlocutor que le volvieron a abrir el corolla. Traga saliva y sigue, suelta palabras que saltan, explotan y restallan como palomitas de maíz. Cuenta que ya no sabe qué hacer, que no le rompieron el vidrio, que fue igual que en las otras ocasiones, un golpe perfecto, que se siente impotente, frustrada, furiosa, humillada, que nadie le hace caso, que el imbécil del policía dice que no hay huellas y que no entiende su desesperación, qué va a entender ese estólido, que esto no es normal, que ni siquiera puede poner una denuncia porque según el incompetente del inspector no falta nada de valor y que está que revienta, que esto en otro país no pasa, que quién la manda a ella. Corta porque ve al Señor Detective venir, con paso firme y servilleta en mano.

-Señorita, no puede ir por la vida denunciando en falso, gritando como loca y ahorcando a policías. Tenga- le dice, le dejo un recuerdito.
Le da la servilleta, mitad sucia, mitad garabateada en lápiz.
-Circule.

Afligida, vencida y estoqueada se sube a su vehículo y se sienta en el asiento del piloto. Saca un espejo de su cartera y comprueba que su aspecto es de miedo: trasojada, enrojecida y desmoñada. Cuenta hasta cincuenta. Piensa en sus chakras. Tiene que abrirlos. Pranayama. Respira alternativamente por los orificios nasales. Tapa con el dedo pulgar una fosa y respira por la otra. Mantiene el aire y exhala. Cambia de orificio y hace lo propio. Comienza a sentirse mejor. Cierra los ojos y trata de visualizar una luz dorada. El brillo áureo invade su cuerpo a partir de su cabeza, escucha a sus órganos trabajando, el corazón latiendo, la sangre fluyendo, los pulmones silbando, el estómago roncando, tengo hambre, no, concéntrate, piensa en la luz, qué belleza, todo inundado en el oro, tan luminoso, tan dúctil, tan fluido, oro líquido, como el aceite que me robaron, maldita sea, sus músculos quieren tensarse de nuevo pero reacciona, respiiiira, relaaaja, cambia el ejercicio, ahora visualiza una ola, agua que brama, tengo sed… focalízate!... crestas azules que increpan, que embisten, que lamen la arena, la ola la empapa, la alivia, inspira profundo, el olor es picante, abre la boca, sabe salado, recuerda la pimienta y la sal birladas, ¿quién será el puñetero ladrón?, ¿sabrá usar la fleur du sel? sus trapecios se contraen por segundos pero ella, rápida, vuelve a cambiar de ejercicio, visualización libre, deja volar su mente, que sea ella la que escoja aquello que la sosiegue, que la apacigüe, un prado verde con pinos como lanzas, y ella, respiiiira, relaaaaja, corriendo libre, la brisa en su cara, los pájaros gorgoritean, las abejas zumban, líquenes que abrazan troncos, setas por millares: amanitas, boletus, níscalos, rebozuelos, senderuelas, pie azul, ¿Cómo habrá cocinado mis amanitas? Quizá salteadas, con mi aceite, con mis papas, con mi sal, con mi pimienta…ojala no las haya recocido, no las haya ahogado en especias, a lo lejos un horizonte de tulipanes la saluda, ¿Por qué a mí? ¿Dónde estará ese grandísimo hijo de la guayaba? La dueña del vehículo abre los ojos de golpe. Piensa que esto es perder el tiempo. Así que enciende su automóvil y se apresta a seguir su camino. Se ajusta el cinturón de seguridad, suelta el freno de mano y baja los seguros. Es cuando ve, de nuevo, la servilleta, reposando burlona en el asiento de al lado. La toma con aprensión, la desdobla y la alisa. Por una cara lee palabras sueltas escritas con lápiz: su matrícula, fecha, hora y día, sus iniciales, su número de permiso para conducir. Está a punto de hacer una bola con el papel y tirarlo pero en lugar de eso le da la vuelta. Allí, dos líneas en trazos negros:

Quiero comerte y no puedo.
Ergo, me como lo que comes.


Rompe la servilleta y la arroja con rabia. Esto es el colmo, piensa, y hunde el acelerador hasta el fondo.

En la cocina de su casa, el Encargado de la Tienda de Ultramarinos tiene todo listo. Los cuchillos alineados, la tabla de madera, el horno precalentado, la sal y la pimienta a un costado. Una mise en place perfecta. Saca las amanitas de la nevera y las lava cuidadosamente. Vierte un chorro de aceite de oliva en la sartén y espera a que chisporrotee para agregar las setas. Mete las papas al horno y se relame pensando en el banquete que se va a dar.

POR AMOR Y LOS EXTRATERRESTRES

Kira Kariakin


(Ilustración de Giger)

Se sentía miserable. La cuaima de la jefa la tenía al borde y para remate su novio le decía que tuviera paciencia y le jalara bolas, para que no la siguiera jodiendo.

Entró echa un guiñapo. Pero al aspirar el olor inconfundible del tinte mezclado con los de champú y crema de mano, sintió alivio. El cuerpo se le relajó al escuchar el quejido ronco de los secadores de pelo y ver a la multitud de mujeres reunidas en lo mismo que ella se disponía a hacer. No había nada mejor para exorcizar la frustración, las preocupaciones, los malos polvos, las sospechas de cuernos, los abusos del jefe/marido/novio que una peluquería, ni tampoco sitio mejor dónde echárselas de los éxitos, los buenos polvos, los cuernos montados al otro, y lo maravilloso que es el jefe/marido/novio. Unas buenas sesiones de manicure y pedicure, el corte de pelo ideal y una cotorra con el peluquero, mientras te soba la cabeza y el cuello poniendo en duda su homosexualidad evidente, pueden con todo en la vida.

Y con esas reflexiones existenciales, Marucha que llegó sin cita, se le acercó a Paolo por detrás y le preguntó al oído que cómo andaba de ocupado. Paolo se volteó levemente al tacto y le dijo que estaba full pero que por ella, su reina, le abría un huequito.

Mientras esperaba decidió hacerse la manicure y solicitó a Coromoto que era la mejor. Estaba de suerte, porque después de la señora que estaba terminando, Coro no tenía a más nadie hasta en una hora y media. Coromoto era habladorcísima, pero le echaba un ingrediente misterioso al aceite con azúcar para el escrúb que dejaba las manos suavecitas durante varios días y para lo cual valía la pena calarse la cháchara.

Coro tenía la cara larga ese día y andaba medio seria. Qué raro. Al preguntarle, la Coro, en medio de un suspiro, le dice que Paolo se va de la peluquería. Marucha sintió que se caía de la silla.

-¡¿Cómo que se va?!
-Pues sí, parece que a su empate, el de la petrolera, lo pasan a Maturín. Él tenía dudas, pero recibió un mensaje de los extraterrestres que le dijeron que saliera de Caracas, porque aquí iba a pasar una tragedia en el futuro y eso lo convenció.
-¡¿Cómo?! ¡¿Empate, cuál empate?! ¡¿Y qué es eso de los extraterrestres?!

Marucha no podía con la noticia. Pensaba que conocía a Paolo. Llegó a fantasear incluso que el tipo no podía ser gay de lo bueno que estaba. Él le pasaba los dedos suavecito por el cuello, le preguntaba al oído si le gustaba… el corte y a ella se le erizaba todo el cuerpo. Y el tipo lo hacía con esa sonrisita sádica en la cara, la de soy un caramelo y no me puedes chupar.

-¡¿Cómo es eso de lo del empate?!- repitió.
-Bueno, nada, eso. Yo pensaba que tú sabías, como te la pasas secreteando con él. Parece que lo conoció en una fiesta de ambiente. El tipo anda todavía en el close por su cargo en la compañía. No estamos ni siquiera seguras de que trabaje en la petrolera. Ese era el misterio con el que andaba siempre y por eso hasta llegamos a pensar que no era gay, sino que se las daba, por la peluquería. Y de repente ayer, cuando llegamos en la mañana lo encontramos todo lloroso y nos contó todo. Que su pareja se iba para el interior y que él se iba siguiéndolo porque era el hombre de su vida y que montaría una peluquería propia allá. Y nada, eso es todo. Por eso andamos todas con cara de trauma. Paolo es el que trae las mujeres al negocio porque Nino sólo consigue viejas que le gustan los moños y cortes tradicionales y además el es estrei. Y eso no es bueno para el negocio. Y…

Marucha ya no oía más nada. No podía creer que Paolo se fuera. Y se sentía una imbécil porque nunca se enteró de lo del empate. Y mira que hasta habían salido juntos a rumbear por allí. Se hicieron amigos cuando le llegó un día desgarrada porque había descubierto que Fernando, el novio de esa época, le había montado cachos. Paolo no sólo le escuchó todo el cuento y la consoló sino que ese día le cortó y la peinó como nunca. Tan bien, que cuando se miró al final en el espejo se convenció de que Fernando era un idiota y no sabía lo que se perdía. Y desde ese entonces la peluquería y las manos de Paolo eran su reducto de reafirmación personal.

-Ya va, Coromoto, pero y ¿cómo es eso de los extraterrestres?
-Bueno, tú sabes, ¿no? Del grupo este que se reúne en un lugar secreto en el monte, donde bajan los extraterrestres y les dicen cosas. Paolo tiene años en ese grupo y en la última reunión le insistieron que se fuera de Caracas, porque aquí en el futuro no había sino tragedia y cosas malas para él. Él no quería irse por el negocio, pero ellos siempre le decían lo mismo en las reuniones. Así que cuando su novio le dijo que se iba y que quería que lo siguiera para mantener la relación, no lo pensó más. No es que van a vivir juntos ni nada, por lo de la posición de él. Pero Paolo no se queda aquí. Se va.

Lo de los extraterrestres, la cortocircuitó. Pensaba que conocía a Paolo. Pero ahora se percataba de que Paolo era el que la conocía a ella. Jamás escuchó una confidencia que viniera de él, pero ella vertía las suyas mientras la peluqueaba atesorándole la cabeza entre las manos. En todos esos años nunca supo lo de los extraterrestres ni lo del amor oculto de Paolo. Se sintió burlada y estafada. Traicionada.

Cuándo le tocó su turno con él, no se sentó. Lo abrazó y le dijo que había sido el mejor peluquero de su vida y que siempre lo sería, al mismo tiempo que le daba un beso en la mejilla. Se separó un poco, bajó una mano y le evaluó el paquete entre las piernas. Paolo se quedó de una pieza. Sacado el clavo del alma, Marucha lo soltó y llorando salió del local. Tenía que irse con urgencia a encontrar otra peluquería.

IMAGEN RETENIDA (Serie "Yo soy Simón")

Laura Morales Balza (la mamá de Simón)


Mamá, por favor, escríbeme mi sombra
Simón


Me he acercado a la fotografía por dos necesidades urgentes: expresión y retención. Me urge registrar las cosas que me afectan o conmueven. No siempre por belleza estética, felicidad o complacencia; no he descartado disparar por desagrado o rechazo. Dejo pasar lo hostil acompañado de lo grato sin hacerme muchos cuestionamientos. Siento que rechazar el lado oscuro de algunas imágenes sería negar de algún modo la luz que pueda haber en muchas otras.

No puedo ubicar en el tiempo cuándo comencé a fotografiar. He estado rodeada de imágenes a lo largo de la vida. En mi núcleo familiar la imagen siempre estuvo presente: el registro del paso del tiempo, de los momentos especiales o cotidianos que mis padres guardaron para mi hermana y para mí. Esas fotografías no han sido invisibles, son lugares que visito con frecuencia, cada vez que tengo oportunidad.

Todo eso ha tomado forma desde hace casi cuatro años cuando me acerqué a Roberto Mata Taller de Fotografía. Estudié diseño gráfico y en mis años universitarios tomé electivas relacionadas a este oficio pero no pensé jamás que esto se convertiría en algo tan importante y vital.

Tomar fotografías me ayuda a comprender mi entorno. Me permite visualizar las cosas que a veces son sólo símbolos —muchas veces sin sentido— para mostrarlas como las percibo, como las siento. No para ser diferente u original sino para liberarme de mis propios pensamientos en una forma gráfica, visual, que puede ser leída por otros. Es hacer público para las emociones de todos —las duras y las amables— un momento de soledad entre la imagen y el disparo. Ese brevísimo instante puede perpetuarse y quedarse instalado para siempre; para volver a él, para recrearlo, amarlo, odiarlo, revivirlo, repudiarlo, convertirlo en espacio frecuente.

Estas imágenes que comparto son de la serie «yo soy Simón». Imágenes que tienen que ver con la cotidianidad de mi hijo, con sus descubrimientos. La fragilidad de la memoria no me permitiría retener sus instantes, su desarrollo, sin el riesgo a perder en el olvido algo o mucho de su vida. Trato de mostrarlo no sólo desde mi perspectiva de mamá, aunque es algo de lo que es muy difícil separarme… intento que prevalezca su forma de mostrarse, su momento. Sé que el tiempo se llevará muchas cosas que deseo conservar: alguno de sus gestos, su perfil de niño con esa nariz que no será la misma dentro de trece años. Sus gustos, su piel, su cabello. Es una manera de retenerlo sin detenerlo. De guardar para mañana lo que ha formado parte de su cambio a lo largo de la vida. Sé que podré olerlo allí en el instante de esa imagen retenida para siempre.

Mi interés en la fotografía es documentar. Preservar la intimidad que sea imprescindible para la vida. Intentar lograr de la brevedad de esos instantes jardines secretos para la expresión, que no queden sólo para mis ojos, sino también para los ojos de quienes deseen recorrerlos.



Rostro


Espera


Silueta


Pista


Baño


Dientes


Barbero


Retrato

TRES TEXTOS DE GRACIELA BONNET

Graciela Bonnet



LAMENTACIONES

Lamentaciones, lloros, súplicas, intentos de suicidio, bla, bla.
Arrastramientos, pelos alborotados, lágrimas, etc, etc.
Reclamos, quejas, pordioses, gritos ahogados contra las almohadas
Epítetos exagerados y juramentos que incluyen las referencias temporales "nunca más" o "para siempre"
Y un abuso de signos de admiración que para qué.

Y todo va a parar a la papelera del alma.
Qué aburrimiento, qué fastidio, qué situación tan predecible.




EN CONVADONGA

En Covadonga hay una pequeña iglesia blanca con la puerta ojival, una miniatura de barro perdida en las cumbres de siniestras montañas de la Cordillera Central.
Las señoritas nostálgicas añoran una boda en Covadonga, con la capilla adornada de flores del campo, con un novio pintor que las espere en la puerta, vestido de levita gris.

Un trío de violines tocaría la marcha nupcial y los pocos invitados brindarían por la dicha eterna.

Inútil anhelo. El señor cura murió de cirrosis hepática hace muchos años y nadie piensa en enviar otro párroco a ese fin de mundo.



ME DESPIERTO Y SÉ QUE SOY UNA NIÑA MUERTA

Abro los ojos. El lugar es, como en otras ocasiones, un dormitorio a media claridad. Me paro de súbito porque algo me dice que debo buscar a madre de inmediato. Corro, como si reconociera la casa, hasta el salón de costuras. Nadie. Algunos cuadros sin enmarcar están puestos contra la pared. Largos vestidos azules y morados cuelgan de la estantería. Ella tampoco está aquí. Otra vez me posee la sensación de abandono y orfandad.

En algún otro momento, los sabios astrólogos de Mesopotamia buscaron el sentido de nuestras vidas en el cielo. El cielo sigue estando allí, indescifrable. Pero hay una conciencia presentida. Lo concreto y lo bizarro se confunden en una sola cosa, que es gris y que no tiene tiempo. Está inmersa en una multitud de voces y todas se constriñen, como en un armario estrecho, detrás de mis ojos, en la caja de la memoria.

Ayer es el futuro de muchos años atrás y mañana será el pasado de lo que no puedo conocer. Una urgencia que no entiendo me dice que despierte y palmotea frente a mi cara, me golpea las sienes hasta que por fin vuelvo a abrir los ojos y lo sé de pronto: En esta casa la única madre soy yo.

LA LLUVIA ES UNA SORPRESA Y UNA MUJER CON TEMORES A NADA

Clavel Rangel



La lluvia es una sorpresa y una mujer con temores a nada, como si el cielo hubiese parido un contoneo de agua conjugada en el verbo mujer. Con caderas de rocío, temple de palo de agua, boca de aguacero y cintura de estruendo amenazando con derrumbar paredes. En estas tierras del sur no se tarda mucho en hinchar la panza y dar de comer a mamíferos en busca de pecho. Desde acá, en pleno oriente, el cobre y el mineral pintaron su piel cual guerreras de un país con muchos nombres, con muchos orgullos pero fértil para ser mísero.

Sobra la fémina con olor a albahaca y pimienta. La llovizna como riqueza de enero que aparece deprisa, lenta, gruesa, delgada, devastadora, próspera, salvaje, en todas sus caras siempre aparece hembra. Un verbo y sustantivo que se fusiona fácil. Alto calibre que desea crecer a los trece, agudizar los senos, amortizar el flanco, deshilachar el sexo para encontrarse hermosa y grande, consumada temprano con comparsa de pretendientes a la vuelta de la esquina. Sobra el chaparrón, la hormona y la mujer acomodada en todas sus formas.

La lluvia es un bien encaprichado en temporada, lujo de mediodía, joya en la noche, placer de abril. Cuando el calor teje techo en la ciudad, se ponen ociosos los labios y es más fácil concebir células sin apellido. La mujer de este suelo tiene el genio del diluvio, que se acurruca en el techo, castigadora en la ventana, sublime en el rocío, como la madre y la hermana concentradas en una figura abstracta pero concisa a su vez. A veces de hombres con poco rostro, y una decencia que se asume sin explicaciones y en ausencia de vergüenzas.

Se exceden en instinto cuando se agolpa la noche y quedan pocas nubes para contárselo todo. Faltan los grillos en un precipicio de agua sin temor a aterrizar y unas cuantas hormonas para perfeccionarlo todo. En el vértigo de estas calles las niñas no aguantan alzarse en tacones, alborotarse el cabello, rellenarse los labios de fucsia y reventarse el cuerpo; se les acaba el tiempo por crecer, sostenerse en madera y coleccionar teléfonos. Se les acusa de ser entregadas en quincena como si el temperamento del vientre tuviese hora, no se puede ser culpable de incurrir en excesos en pleno palo de agua apaleando la espalda. Me recuerda a las historias de las novelas de las 3.

Hace poco se apoderó el ruido y la niñez es más difícil para las muchachas de la cuadra, le cuchichean los oídos, se dibujan los ojos con pintura negra para crecer grande con máscaras de ciudad. Guayana es un rincón de tesoro, pezones eclipsados, aluminio, bumba y grandes deseos entre dos ríos. Poco llueve la esperanza y los rincones de paz para progresar, se subestiman los estantes aglutinados de muñecas cuando es más grande el sueño de ser mujer.

MÍA

María Ángeles Octavio



Mi cuerpo horizontalizado. Sobre una camilla de hierro. Cubierto con una sábana. Una tela áspera me cubría completamente. Verde o blanca. No veía bien. No podía abrir los ojos. Me pesan. ¿Estoy bocabajo o bocarriba? No siento sueño. No siento nada. Ni siquiera frío. Estas salas suelen ser muy frías.

Unas manos me atacan por detrás. Me toman el cuello por asalto. Comienzan a masajearlo hasta que revivo. Dejo mi cuerpo en la morgue. Estoy en la peluquería con Silvia mi masajista.

-No chama, eso es una enfermedad. Yo pasé por allí. Él me caía a coñazos. Para serte sincera, yo buscaba que me cayera a coñazos. –cuenta entre jadeos, porque siempre me repite que se agota cuando da un masaje-. Cuando todo estaba en paz sentía la necesidad de decir algo para perturbarlo y así provocarlo hasta que me diera lo mío.

Desde afuera de la cabina se oye una voz que le pregunta a Silvia si a las tres de la tarde puede atender a la Sra. Frutifú. Ella deja de masajearme y abre la cabina. Yo levanto la cara que estaba enterrada en el hueco de la camilla. Silvia le dice a la voz que debe ser la secretaria, que ni de vaina va a atender a esa vieja, que la última vez la dejó plantada y que ella está cansada de esas vainas. La voz pregunta que qué le dice a la Sra. Ella le dice riendo, dile que estoy ocupada y punto.

Entra de nuevo, cierra la puerta corrediza y toma aire y continúa.

-Me llenaba de morados y luego me cogía. Lo hacíamos como animales. Me daba durísimo. Para mis adentros era un placer similar. Los coñazos y la cogida. El dolor llevado a lo sublime. Me sentía como una artista de cine en su rol de mujer maltratada, pero bien cogida. El guión era casi siempre así. Me daba mi buena paliza, se arrepentía, lloraba mucho, me pedía que no lo volviera a provocar, que me amaba, que no sabía de dónde le nacía hacerme daño, que no me quería hacer daño. Muchas veces tuve que llamar a mi papá para que me llevara a la clínica. Llena de moretones. Una vez me desfiguró el rostro. Y entonces venía la denuncia, el reconocimiento, la ida a casa de papá, la llamada de arrepentimiento, mi pelea con papá. Yo lo amo papá, él perdió el control, me juró que más nunca volvería a pasar. Yo que le creo. Ustedes no me quieren, que le digo a mi familia. No entienden nuestro amor. Déjenme en paz. Yo soy una mujer adulta. Corría a los brazos del amor y a la vuelta de una semana a lo sumo, ya estaba recibiendo mi ración.

Suena un celular y es el de Silvia. Ella mira el número del que la llaman hace unas muecas y atiende.

-Sra Tiramisú, ¿cómo está?, ¿qué es de su vida? ¿Mañana? ¿A qué hora? Bueno véngase un rato antes porque a mi no me gusta poner la gimnasia pasiva mientras le hacen las manos. Como cuarenta y cinco minutos antes. Si no, no la atiendo.

Cierra el celular y me dice que nosotras las clientas queremos estar bellas en dos minutos, que somos unas desconsideradas, que sólo pensamos en nosotras. Me ve la cara y para de despotricar contra las clientas y sigue el cuento.

-Una vez caí en la clínica por una semana. Llegué inconsciente. Esa vez se pasó, me dio muy duro. No lo vi más nunca, se asustó y me dejó tranquila. He sabido que a la amante de turno también le daba, la veía caminar por la plaza llena de hematomas. Luego se casaron o pusieron a vivir juntos. Y los coñazos quedaron para ella y las venideras. Yo me desembaracé de ese loco, pero estaba muy enferma. Uno se acostumbra a todo. Y le hace falta. Por muchos años quise que mis parejas me pegaran. No resistía el amor sin violencia. Hoy por hoy creo que estoy curada, al menos acepto que estuve muy mal.

Las manos de Silvia han ido y venido sobre mi cuerpo. Mientras me hablaba de la mano de golpes que le daba su amor, ella me daba golpes en mi cuerpo. Golpes profesionales. Es una tremenda masajista. Sus dedos recorren mi dermis. Patinan por ella. Se detienen donde sospechan de grasa. Yo le decía más duro, no te siento. Me gusta el dolor en mi cuerpo. El momento mágico era cuando una vez finalizado el masaje, me cubría con una toalla y me ponía música relajante por diez minutos. Salía de la cabina en busca de una manzanilla. Esos minutos siempre me llevaban a pensar mucho.

Veo a Ignacio pegándome gritos. No para. Alza las manos y grita. Yo trato de desenchufarme, me disparo a otra nube. De lejos escucho sus quejas:

-De nuevo se pudrió un tomate en la nevera.
-El cambur se puso demasiado pintón.

Cambur pintón, le decía yo en son de burla y él encolerizado se venía sobre mi con improperios y amenazas.

-Te voy a dejar. No me vas a ver más nunca. Eres una loca.

Imaginé que se me lanzaba encima. Me hablaba con golpes. Me daba tan duro que perdí conciencia. Me dejó toda morada. Hasta un ojo avioletado, por no decir que violentó mi ojo. Al día siguiente cuando llevara a los niños al colegio usaría los lentes negros a lo Jacqueline Onassis y diría con voz de tragedia que me había llevado una puerta por delante.

Lo cierto es que nunca me pegó. Atravesó, eso sí, puertas y ventanas con su puño. Se partió los nudillos contra una mesa, pero nunca me pegó. Recuerdo una vez que me alzó la mano. No lo suficiente para subir por encima de su tono de voz. La voz siempre estaba en la cima. Veníamos de un restaurante. Habíamos cenado con unos amigos. En la Huerta, un restaurante español que está en la Solano, por Sabana Grande. Estábamos en la barra. Picábamos. Tomábamos. Él se hacía el sobrado con los mesoneros y otros comensales en la barra. No sé en qué momento fue, no recuerdo ni qué me dijo, pero mi instinto fue vaciarle la copa de vino en la cabeza. Algo humillante para variar debía haber salido de su boca. No aguanté la humillación o me provocó, provocarlo. No sé que vino primero si el huevo o la gallina. Lo que sé es que la tortilla llegó rellena de gambas y espinaca, casi tan buena como la de mi madre, y no la pude probar. Ignacio me tomó del brazo y me sacó del restaurante. Me batía. Nos llevamos varias sillas en el trayecto. Nuestros amigos le pedían que se calmara y yo por dentro estaba feliz, desde un principio no quería ir a esa cena. Ellos no eran mis amigos. Mis amigos ya no existían, todos eran unos guevones que no servían para la cofradía. Todos eran unos perdedores al lado del hombre que me había escogido. El hecho es que esa noche me alzó la mano. Y cuando ésta estuvo a punto de descender hacia mi rostro, uno de mis hijos me llamó. Me salvó la campana, el bebe de turno quería hacer pipi. Mami, quero hacer pipi, y yo corrí a refugiarme detrás del cuerpo de mi hombre. De mi bebe de 2 años y medio. De mi masculino carricito que no sabrá nunca de lo que salvó a su mamá.

No sé qué hubiera pasado si la incontinencia de mi hijo ya no hubiera existido. Cuando llegué ya estaba meado. No dije nada. Lo bañé, me quedé junto a su cama, le canté. Cuando se durmió rompí a llorar.

Ahora que estoy en la morgue, muerta, rodeada de víctimas de la violencia y de accidentes, me pregunto, qué hubiera pasado si Ignacio me hubiera pegado, si la brutalidad hubiera pasado del verbo a las manos. Cómo hubiera terminado yo, si en lugar de morir enferma por las marcas de las palabras, hubiera muerto a coñazos.
___________

Estracto de la Novela MÍA (inédita)

¿SÓLO PARA MUJERES?

Ophir Alviárez



La idea me reta pero sobre todo me tienta. Doy una o dos vueltas, procuro rodar por la tangente como si escapara por la curva de una copa, la copa estuviera vacía y el lugar común no me increpara a hacerlo, al suelta esa lengua, diles de ti —y de él—, al aprovecha.

Me resisto, corcoveo e inconciente se escapa un maullido. Reconozco mi celo, puedo otearlo; sin tregua pienso en la real academia, hurgo en sus páginas. Del latín zēlus: ¿Cuidado? no; ¿interés por una causa o persona? quizás; ¿ciclo menstrual, apetito de generación en los irracionales, época en que los animales sienten este apetito? No, no me satisfacen las pesquisas, no me cuadra la idea de que deba ser irracional para justificar lo que siento, o peor aún, que deba abandonar mi maravillosa manía de analizarlo todo, para cual ser ¿inferior? —al mejor estilo de mi gata aulladora—reconocer que el vaporón que me enciende los cachetes, lo idiopático de esta arritmia, lo viscoso de mis tres pares de labios aun cuando la sequía se impone, lo sudado de las manos —y hasta de los pies— si la candela arrecia y uno que otro signo evidenciando el diagnóstico, ratifican la imagen que desde hace unos días se dibuja en el espejo al instante en que sin desparpajo, lo enfrento para descubrirme abierta, servida cual banquete de fin de año, lujuriosa como antera polinizadora, balsámica, desgarbada, olorosa a pomalaca en la garúa, diplomática en el sexo porque no me queda de otra, porque el objeto de mis ¿rarezas? se encuentra muy lejos, o diciéndolo a calzón quitao’, porque me fui, me corrí, desvarié y me expongo al riesgo de autodestruirme si en los próximos minutos no me atengo a lo que vine y admito que esto de escribir para mujeres (quizás cambié el para por un de y el sustantivo también) no es tan fácil, sobre todo cuando como aquí, la mente vuela y las palabras saltan en un triple mortal que conjugado con mi celo, cargo a cuestas, sentada en esta silla, con los ojos cerrados, yo que sólo vine al negocio de los Chang para que me trasquilaran y me consolaran una que otra mecha…

DESDE LA PELUQUERÍA

María Dolores Torres


Querido Maracucho:

No sé si llegarás a leer esta carta algún día. No lo creo, pero uno nunca sabe, porque a veces la distancia que separa lo imposible de lo posible es prácticamente inexistente para nosotras las mujeres.

Hace tres noches tuve un sueño curioso. Pasaba yo por una calle cuando vi una fila interminable de guajiros que venían caminando hacia Caracas para realizar algún tipo de manifestación de esas tan comunes en estos tiempos de crisis bolivariana. Una mujer se acercó a preguntarme si yo podría colaborar con la causa alojando por unos días a tantos guajiros como cupieran en mi casa, sentados en el suelo y recostados de la pared. Yo creo haberle respondido que no, pero de esa parte no me acuerdo.

Esta mañana, mientras me miraba las cutículas acostada en el diván de mi analista, recordé el sueño y se lo conté. Inmediatamente, como suele ocurrir con lo que Freud llamaba asociaciones libres, caí en cuenta, o sencillamente lo inventé para no desperdiciar la hora de análisis, de que aquellos guajiros eran tus espermatozoides.

¿No son ellos los que buscan pegarse a las paredes del “hogar” en busca de alojamiento y comida? Y lo de guajiros… aderezo de la ensalada, mi maracucho querido.

¡Es que no hace falta más que imaginación y creatividad para ser psicoanalista!
En vista de mis aterradoras fantasías, exacerbadas además por la realidad de un retraso ya considerable de mi período menstrual, el buen hombre, un tanto preocupado por mi destino y reputación en riesgo, sugirió en voz baja pero firme que me hiciera una prueba de embarazo.

Yo le expliqué, no tan segura dentro de mí como quizás sonaran mis palabras en el espacio impaciente del consultorio, que eso era materialmente imposible; que siempre (¿siempre?)habíamos utilizado preservativos; que cómo creía él que a mi edad y en mi condición de mujer “honorablemente” casada, con hijos que ya leen, escuchan y entienden, sin ganas de un divorcio culposo ni posibilidad de cuernos perdonados por llevar un hijo ajeno en el horno (porque de mi marido, que ha estado en el exterior desde hace dos meses, no tengo posibilidad de estar embarazada y menos aún de hacérselo creer, por muy poco que lleven los hombres la cuenta del tiempo), iba yo a lanzarme de cabeza a un abismo semejante; que cómo pensaba él que a mí, en mi sano juicio, se me iba a ocurrir acostarme con un hombre también casado y sin intenciones de abandonar a su familia ni posibilidades remotas de mantener a dos simultáneamente aunque quisiese (y sin pretensiones mías de que lo haga porque una cosa es un polvo para resucitar y otra muy diferente es un segundo marido cuando una ya está harta del primero), sin utilizar algún método anticonceptivo de eficacia comprobada; qué cómo se atrevía él siquiera a sospechar que iba yo a arriesgarme al contagio de algo parecido al sida, sífilis, gonorrea o alguna de esas enfermedades venéreas, fatales e imposibles de esconder, dado lo dudoso de tus comportamientos sexuales fuera del matrimonio (sin tomar en cuenta los de tu mujer y los de mi marido, porque del único comportamiento sexual del que uno puede estar seguro es del propio), aún cuando siempre me susurras al oído que yo soy la “única” -además de tu mujer, claro-, que a ti nunca antes te había pasado esto de enamorarte perdidamente de otra mujer que no fuera la tuya -seré tonta, pero no tanto-, a menos que tuviera yo un núcleo suicida inconsciente, etc. Así seguí con unas cuantas mentiras más, no tanto para engañarlo a él, sino para tratar de creérmelo yo misma. Pero todo eso fue de la boca para afuera. Dentro de mí sigue hirviendo la duda, porque en el fondo, desde que te conocí, y me sacaste de mi segura y rutinaria normalidad para sumergirme en la eterna duda del que siente una pasión intensa y descontrolada que lo saca del camino, ni siquiera estoy segura de lo que quiero. Y quizás por eso, en un par de ocasiones, me he hecho la tonta cuando te has dejado los preservativos en el auto y me he “olvidado” de tomar la pastilla alguna noche. Cosas de mujer bruta o loca.

En fin, la verdad es que en ese momento, mientras me despedía del analista para salir directamente al laboratorio clínico, no tenía (ni tengo todavía) la menor idea de si estoy o no gestando un hijo tuyo dentro de mi vientre. Nauseas no tengo y la barriga no me ha crecido, pero cada embarazo es único y eso no prueba nada.

Ahora estoy aquí, escribiéndote desde la peluquería mientras me hacen los pies y me cortan el pelo, tratando de explicarte lo difíciles de entender que somos las mujeres y haciendo tiempo para que el resultado esté listo.

Al salir de aquí iré a recoger la prueba, que va a salir negativa. Pero por si acaso cruzaré los dedos, aún cuando se me haga difícil conducir el auto de esa manera y no pueda explicarle a la señorita que me entregue el papel si llevo los dedos cruzados porque deseo que el examen salga positivo, o si es porque deseo que salga negativo.

Una de las características que tenemos las mujeres es que somos expertas en dar vueltas dentro la cabeza a todas las posibilidades de un evento. Si nos preocupa una cosa, nos preocupa a la vez su opuesto. Si algo nos alegra, también nos entristece. Si deseamos que algo ocurra, también deseamos que sea imposible, ¿me explico? No creo, eres hombre. Nunca podrás comprenderlo, por eso el genio del chiste se tranzó por la autopista a Hawai.

Dentro de un rato, y con el papel en la mano tendré dos posibilidades: ponerme a llorar por estar embarazada sin desearlo y todo lo que vendrá después, o ponerme a llorar por no estar embarazada deseándolo y por todo lo que no vendrá después.

Esa, mi querido maracucho, es la esencia de la mujer, paradoja con piernas. Esencia que me ha hecho vivir un resto de vida posible en pocas horas, mientras decido si aborto o no; si te digo la verdad a ti, padre de la criatura, o no; si le digo la verdad a mi marido, asumiendo las implicaciones de mi confesión, o si trato de tirar la parada diciéndole que es de él, y a lo mejor se lo cree; si crío al muchachito sola, después de abandonar a mi marido o de que él me abandone a mí, para luego presentártelo en la adolescencia; qué nombre le pondré si es niña o si es niño; o al menos si seré capaz de contárselo a una amiga que pueda abrazarme o simplemente reírse conmigo de la tragedia que es la vida.

Quisiera extenderme en el desarrollo de cada una de estas mil ideas, porque lo más interesante del proceso mental femenino son sus diversas ramificaciones y posibles desenlaces. Pero tengo que terminar aquí, pues me toca la manicura. Ahora me dedicaré a escuchar los problemas de la muchacha que me la hace, que deben ser mucho más complejos que los míos, porque además de ser mujer, es pobre y está embarazada.

Cuando sepa si hay algo en concreto, te llamaré o no, eso aún no lo sé.

Te adoro y te detesto,

Maribel

CLICHÉS DE PELUQUERÍA

Mireya Tabuas



-Mami, que quede bella. Que me miren. Que me deseen. Que quede suave, mami. Que él toque la frescura de una piel que no tengo. Que quede joven, mami. Que se crea la edad que me invento. Que el pelo me lo pongas liso, mamita, y rubio cenizo, que ni de broma parezca Lina Ron. Que a él le gustan catiras, pero del este. Que no me quede ni un pelito, mami. Ni ahí. Que a él le gusta la cosita como la de una niñita de diez años. Que me inyectes un poco de botox, mami, ya sabes, para disimular las arrugas, aunque eso me cueste la sonrisa. Que quede como nueva, mami, para él.

-¿y él?
(day spa)

El pantalón apretado. Los mechones rubios que tapan las canas. Cierto cinturón dorado. Ese muchacho demasiado joven. El parapente. La noche de birras y salsa. La crema reafirmante. La mamografía. Los hijos que crecen. El divorcio, quizás. El rock redivivo en ipod. Ese muchacho demasiado joven u otro. Las dudas. La rabia. El tiempo.
(La crisis de los cuarenta)


Hay que imaginarla más bella y más joven y más atrevida y más sensual y más puta y más hija de puta y más mujerón y más tetona y más culona y más comprensiva y más buena y más servicial y más caída de la mata y más interesada y más coño de su madre y más idiota. Nunca, nunca, más inteligente.
(La otra)

-Aburre ¿sabes? Es toda una vida. Lo mismo siempre. La bata verde de pelusitas. En el bolsillo el pañuelo, también enverdecido. Los periódicos en el piso. Los platos sin lavar. Los interiores al pie de la cama. Gotitas de orina en la tapa de la poceta. La misma posición, el mismo ritmo, el mismo horario, las mismas frases, el mismo orgasmo. Aburre, ¿sabes?


-Se anhela también, también se anhela.
(El marido)

Las ganas. La prohibición. El goce. El roce. La tentación. El juego de las escondidas. Las mentiras. El disfrute. La culpa. El deseo. La constatación. La intensidad. El miedo. La necesidad. La pasión, la pasión, la pasión. La distancia. El enfrentamiento. La cobardía. El reencuentro. El paso adelante. El valor. El amor.
(El amante)