miércoles, 10 de enero de 2007

MEMORIAS CAPILARES

Cynthia Rodríguez


No puedo entender cómo es que las mujeres venezolanas se someten semanalmente a ese rito del demonio. Se lo pintan, se lo cortan, se lo planchan, se lo queman, se lo alisan, se lo permanentean, se lo extienden, se lo enmoñan, se lo laquean, se lo abomban… No sé si es porque la naturaleza me dio buen pelo, pero la idea de ir a la peluquería para mí es un mal necesario, que se practica una vez cada dos meses, y consiste en cortar y dar forma, para que una no parezca una María de Jorge Isaacs. Hasta ahí llego yo. Todas esas horas que mis amigas pasan sentadas en la sillita giratoria, con la señora murmurando chismes y jalando pelo quemado, me parecen la peor de las pérdidas de tiempo.

Creo que las peluquerías son como carnicerías de lo femenino. Las mujeres se sientan en esas sillitas como salchichas en una bandeja, se dejan quitar, poner, moler, rayar, trocear, mientras son vistas desde la calle gracias a las infaltables paredes de vidrio del local. Salen sintiéndose unos lomitos recién horneados y esperando que alguien les hinque el diente. Y cada tanto el ciclo se renueva.

La peluquera o el estilista, se sabe sus vidas y obras. Si los maridos fueran a sentarse en esas mismas sillas de vez en cuando, tal vez verían la otra cara de la mujer con la que se casaron. Tal vez correrían espantados. Quién sabe.

Y cada vez que se entra, se corre el riesgo de la novedad: ¡Mana, ¿porqué no te haces unas mechitas? Tengo un tono nuevo que te va de perlas! O el típico corte que uno vio en la revista (“Esa muchacha bellísima de la foto es igualita a mí. Seguro que me veo fantástica, me lo voy a hacer…”) y que en la realidad, tras una lavada en casa, te hace sentir como la más infeliz de las loras matadas a escobazos.

O la uña, la ceja, la limpieza de cutis, la depilación o cualquier otro servicio que hace que la cuenta suba y la autoestima se componga un par de horas, hasta que llegas a tu casa y tu marido se te queda viendo con cara interrogativa y suelta: “Mi amor ¿No ibas a la peluquería? ¿Que pasó, estaba cerrada?” o el eternamente peor “¿Qué te hiciste?”, que conduce inevitablemente a la hemorragia de lágrima, moco y tú no me entiendes.

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Cuando viajo a alguna ciudad de esas que me gustan mucho y donde invento que quiero irme a vivir al menos un año, me pega más. ¿Cuántas peluquerías hay en Caracas? ¿Cuántas en comparación con librerías, discotiendas, tiendas de diseño, centros de arte, cines, teatros, quincallas, ventas de chorizo, puestos de churro, chicheros ¿Alguien las ha contado?

Se reproducen como los Gremlins en Navidad. Salen de donde no hay espacio. Donde antes había una bodega, hoy hay una peluquería. Donde antes había una peluquería, hoy hay dos. Donde antes había un taller mecánico hoy hay taller mecánico, agencia de loterías y peluquería. En las novísimas ferias de las universidades te secan el pelo mientras tratas de leer a Jürgen Habermas o a Theodor W. Adorno. ¿No te jode?
De un tiempo a esta parte tenemos además a Carmelo. Ese viejecito con cara de loco que mira al vacío desde los letreros de sus salones de la infamia, donde unas setenta mujeres forradas en pantalón rojo están entregadas a la tarea de secar el pelo a las no pocas clientas que, por una suma ridícula de plata, ponen sus melenas en manos de estas doñas.

No se pelan la operación al menos dos veces por semana y, si llueve, puede que tres o cuatro. Ah, es que ese es el terror de toda mujer que se seca el pelo: la lluvia. Uno las ve correr desesperadas cuando el cielo se encapota, como si fuera a llover ácido sulfúrico en vez de agua, como si la ira de Thor se hubiera desatado de una vez por todas y sus rayos destructores fueran a caernos directamente en la cabeza. Lo que pasa es que esos 5 mil bolos que acaban de soltar en donde Carmelo son una inversión. Y la lluvia se lo lleva todo. Ilusión, sex appeal, desriz de arcilla, pelo secao. Todo se va con el agua.

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Soy rara, ya lo sé. Desde que tengo uso de razón recuerdo haberle tenido pánico a las peluquerías. Para mí, peluquera y dentista son dos formas de ejercer la tortura que han sobrevivido todos los tratados de Derechos Humanos a través de los tiempos.
Cuentos de horror, los tengo todos: más de un look espantoso (¡yo quería verme como Madonna, no como Ronald McDonalds!), una especie de sarna por unas tijeras mal lavadas, un tijeretazo certero en el lunar que tengo en la nuca (al que desde hace unos años bauticé como Chávez) y más sangre que en el cumpleaños de Lady Macbeth, semanas de usar cola y ganchitos esperando que me creciera el pelo y no se vieran los horrores del corte… Lágrima y moco.

Mis peores recuerdos peluqueriles provienen de la época en la que mi mamá me hacía llevar el look totuma. Para tal fin, me llevaba al mismo “salón de belleza” al que ella iba, religiosamente, al menos una vez al mes. Nos acompañaba mi abuela, que era todavía más creyente de las maravillas de la peluquería. Todas las semanas se pasaba por donde Irma para que le pusieran una ampolleta –una suerte de gotas del Carmen que le daban reflejos inevitablemente morados a su corona de algodones rubios-, le secaran el pelo y le “hicieran” las manos y los pies (como si no tuviera ella unos propios).

Mientras esperaba a mi mamá y a mi abuelita entre el olor a pelo quemado, los chismorreos de las viejas, y los innumerables pies con los dedos metidos entre pelotas de algodón, rezaba escondida tras alguna revista Hola! que ninguna de aquellas brujas se antojara de mis pelitos. Pocas veces me salvaba. Nunca faltaba alguna que se me quedara viendo y dijera: “tiene la pollina muy larga, se le va a meter en los ojos”, a lo que mi madre y abuela, maestras las dos, respondían aterrorizadas “entonces córtasela un poquito”, creyendo que con aquello me garantizaban el rendimiento escolar que nunca tuve.

Hoy, que soy una atravesada y protestona de primera, no entiendo porqué fui siempre tan obediente a acompañarlas a aquel infierno si era obvio que mientras subía la escalera de roja alfombra que conducía a los dominios de la bruja Irma, me estaba dirigiendo al cadalso, y lo peor es que ya lo sabía.

La señora –que era igualita a Endora, la mamá de Hechizada- me agarraba la cabeza, me la enderazaba, trazaba con sus uñotas fucsias una suerte de mapa imaginario por mi frente y chas, me pasaba la tijera en línea recta sobre los ojos en una operación que me hacía picar la nariz y lucir todavía más mensa de lo que siempre he sido, si tal cosa fuera posible.

Claro que, si bien aquello no me gustaba para nada, podía decirse que si entraba y salía de donde Irma con la pollina más corta, técnicamente, me había salvado. Jodido era cuando la vieja se ponía creativa.

Una vez, me acuerdo, la pérfida me hizo creer que me haría el corte de Heidy, mi adorado ídolo televisivo de por esos días. Como yo era blanca como el papel, de pelo negro y regordeta como un tanquecito, la fantasía de parecerme a la niña que corría descalza por los Alpes se me hizo plausible. Pobre de mí. La idea de Heidy que ella tenía seguramente venía de alguna niña judía sobreviviente de un campo de concentración. Y así fue como me dejó. Sólo que, siendo regordeta, el efecto era todavía más infame. Estuve como un mes sin querer salir de la casa, escuchando y “Our house, in the middle of our street”. No sé si mi mamá se acordará de aquél despecho capilar.

Todavía hoy, cuando me toca visitar al bendito de Jóse (mi adorado estilista), recito todo el parlamento: “Consérvame el corte, pero quítame lo que tengo feo. No me lo vayas a secar, que no me gusta. No me hagas nada que me obligue a venir en menos de dos meses o a usar laca. Ah, y por favor ¡Acuérdate de Chávez!”.

11 comentarios:

Roberto Echeto dijo...

Querida Cynthia, las "Peluquerías Carmelo" son el producto de una metástasis socio-estética, que le brinda a las damas la ilusión de que en cada esquina pueden ponerse bellas.

Yo no sé. Yo creo que acceder a la belleza es algo un poco más complicado, pero la estética femenina (con sus depilaciones, secados, mechitas, pies y manos) es un mundo esotérico para mí.

Sabrá Dios qué engendro sustituirá a Carmelo cuando este fenómeno socio-capilar mute y se transforme en otra cosa... Bueno, en cierta forma eso ya ha ocurrido. Hoy en cualquier esquina hay peluquerías buhoneriles donde un gordo con bigotes y aura de colector de autobús te hace las uñas.

Estamos cerca del apocalipsis. Sólo falta una lluvia de coágulos de sangre y que los ángeles exterminadores comiencen a tocar las siete trompetas.

Un beso.

R.E.

Jose Urriola dijo...

Cynthia:
Gracias por el buen momento, juro que por instantes sufrí una transmigración y pude verlo todo nítidamente desde la perspectiva de Chávez (el tuyo, claro).

Saludos,
JU

Maria D. Torres dijo...

Cynthia, yo como que soy más rara que tú. Creo que voy a cortarme el pelo a una peluquería máximo dos veces al año.
Dejé de ir más a menudo desde un día en el que mi primer esposo me suplicó que me disfrazara de señora para una cena de la compañía donde trabajaba y cuando llegué a casa, mi hijo que para entonces tenía como 4 años, se puso a llorar cuando me vio. De ahí corrí a la ducha a mojarme el pelo y quitarme la vaina que me habían puesto en la cabeza!
Me pinto, me corto las puntas, me "hago" las manos y pies en casa. (Creo que se nota...)
Tanto que cuando voy para que arreglen el entuerto, no sé ni cuánto se le debe dejar de propina a la que lava, la manicurista, etc.
Me reí mucho con tu texto. Excelente.
Un beso,
Maria D.

Mili Zúpan dijo...

Supongo que somos contemporáneas, también soy de la época de la totumita a lo Popy, y leyendo tus "Memorias capilares" reviviste mis experiencias infantiles en la peluquería.

Mi mamá me llevaba los sábados -no recuerdo la frecuencia- a una que quedaba en Chacaito, creo que por el boulevard, antes de Beco. Era de esas que tienen sillitas con caballitos blancos y uno se agarraba de él. Sólo había una silla normal, es decir, sin caballito, y era para los niños grandes.

En mi caso, me atendía un peluquero que siempre vestía una batica y en una mano llevaba la tijerita. Lo que más detestaba de este hombre era que, después de haber creado la gran totuma, procedía a darle los últimos "toquecitos" y me agarraba la cara -entre la barbilla y los cachetes- para poder mover mi cabeza a su antojo; su mano era como un gancho de metal que se enterraba en mis suaves mejillas hasta llegar al hueso.

¡Cuánto odiaba esas visitas a la peluquería infantil!

Sinceramente, muy buenas tus "Memorias" Cynthia.

Karina Pugh Briceño dijo...

Cynthia, soy de la misma camada del corte totuma... Que les pasaba a esas mamás???? Son las mismas señoras que ahora se hacen la lipo y se ponen buenotas, mientras uno recuerda con cuanta verguenza iba por la vida con la cara enmarcada en ese adefesio. En mi caso, mis rasgos son notablemente indígenas, asi que a esa edad parecía escapada de Paraguaipoa.

Pero... Yo si que amo a las peluquerías. Es que tienen un no se que de irrealidad que me conmueve. Es un espacio excento de masculinidad (incluso de los hombres que pululan y se ganan el pan secandole el pelo a las chicas) del cual uno sale, al menos, físicamente renovada.

Confieso, me importa tanto la vida física como la inmaterial.

Disfruté muchísimo tu cuento, una delicia.

Saludos

un tordo dijo...

ja, ese corte totuma también me lo hacían a mí.
qué buen texto!

©Javier Miranda-Luque dijo...

el próximo 27 te quedrás atrapado en el ascensor

Anónimo dijo...

jajaja qué bueno! Un poco tarde vine a leer esta confesión que comparto totalmente.

Yo le tengo fobia a las peluquerías...y yo sí tengo el pelo como Maria de Jorge Isaacs, porque, podrás creer que no me lo corto nunca...dos veces al año, es lo máximo que he hecho por mi melena....antes llamada, más modernamente, como la de "Alanis Morissette"

Y es típico que la peluquera que entonces me lo agarre, me diga que pareco la Divina Pastora (a propóstio de que vivo en Bqto), que lo tengo como una cortina: largo y parejo y el rabioso emepño de echarme un color amarillo espantoso auqnue sea en "reflejitos"....jamás! Yo de broma me peino, me niego a pasar el poco tiempo libre que me queda condenada a una silla de peluquería, primero de espera y luego de tortura...

Pero te digo algo, pienso que ese tremendo negocio. Yo que no soy comerciante en lo absoluto, estoy decidida, si algún día he de tener un negocio, será un peluquería, porque en este país las mujeres no tendrán con que hacer mercado, pero siempre hay real pa plancharse y pintarse el pelo!

Anónimo dijo...

Querida Cynthia: entretenidos y fascinantemente realistas tus comentarios. Yo, afortunadamente tengo unos recuerdos bellísimos de mi paso por Mundo Infantil, donde la dueña Maria Luisa era mi peluquera favorita. Hace dos meses tuve a mi primera hija y fui a La Florida (Caracas por supuesto...) pensando que ya no existía Mundo Infantil;agradable sorpresa recibí cuando fuí atendida por su nuera Gloria y su esposo quienes la siguen llevando tal y como sus padres lo hicieran anteriormente. Entre otras cosas me enteré que es la primera (más antigua) peluquería infantil de Venezuela con 51 años de vida. Para mí, a diferencia tuya, entrar en este lugar fué viajar a un mundo de recuerdos y experiencias divertidas y gratas que me conmovieron profundamente. Aun así, gracias por tus palabras que me hicieron pasar un rato ameno y divertido.

Julia Cáceres

Anónimo dijo...

Hola Cynthia: al leer el comentario de Luisa Cáceres mi memoria realizó un acto de regresión espontánea. A mi me llevaban a Mundo Infantil para que me cortara el pelo Pepe, un señor de lo más simpático y quien siempre se hacía mi cómplice para dejarme el pleo lo más largo posible. Recuerdo con emoción que despuès me montaban en "el caballo" y además me regalaban una chupeta por "portarme bien". ¿Seguirán ahí en La Florida ? Si alguien sabe algo por favor haga un post en este blog.

Arturo Mille

attrape-rêves dijo...

Cynthia...
Creo que eres mi hermana perdida...!!!!!

Yo soy como tu: Odio las peluquerias y los dentistas...!!!!

Que buen relato de las cosas horribles que pueden hacerse las mujeres por la vanidad femenina de "Despues de este corte Fulanito cae rapidito..."

Yo opte por comprarme un kit de tijeras y pasé a ser mi propia estilista, al menos, si me queda feo el intento de corte fue mi idea y no la de otra mano peluda...

Aqui en Francia, donde vivo actualmente, hay tantas peluquerias como tipos de quesos... Impresionantemente regadas por cada cuadra un letrero de "Coiffure" se puede leer a diestra y siniestra...

pense que era extraña y de una especie rara, al ver siempre la cara de asombro de mis amigas, cuando les digo que no voy a la peluqueria con ellas... "Chica pero vamos, rapidito, lavado y secado, uñitas y listo..." Negativo!!!!!

Las veo luego del "retoque magico" y paradojicamente nunca quedan satisfechas con el resultado... entonces pa' que coño van si saben que siempre les van a hacer lo que les de la ganas a "las peluqueras..."?

Nadie sabe...

Saludos...