Cynthia Rodríguez
No puedo entender cómo es que las mujeres venezolanas se someten semanalmente a ese rito del demonio. Se lo pintan, se lo cortan, se lo planchan, se lo queman, se lo alisan, se lo permanentean, se lo extienden, se lo enmoñan, se lo laquean, se lo abomban… No sé si es porque la naturaleza me dio buen pelo, pero la idea de ir a la peluquería para mí es un mal necesario, que se practica una vez cada dos meses, y consiste en cortar y dar forma, para que una no parezca una María de Jorge Isaacs. Hasta ahí llego yo. Todas esas horas que mis amigas pasan sentadas en la sillita giratoria, con la señora murmurando chismes y jalando pelo quemado, me parecen la peor de las pérdidas de tiempo.
Creo que las peluquerías son como carnicerías de lo femenino. Las mujeres se sientan en esas sillitas como salchichas en una bandeja, se dejan quitar, poner, moler, rayar, trocear, mientras son vistas desde la calle gracias a las infaltables paredes de vidrio del local. Salen sintiéndose unos lomitos recién horneados y esperando que alguien les hinque el diente. Y cada tanto el ciclo se renueva.
La peluquera o el estilista, se sabe sus vidas y obras. Si los maridos fueran a sentarse en esas mismas sillas de vez en cuando, tal vez verían la otra cara de la mujer con la que se casaron. Tal vez correrían espantados. Quién sabe.
Y cada vez que se entra, se corre el riesgo de la novedad: ¡Mana, ¿porqué no te haces unas mechitas? Tengo un tono nuevo que te va de perlas! O el típico corte que uno vio en la revista (“Esa muchacha bellísima de la foto es igualita a mí. Seguro que me veo fantástica, me lo voy a hacer…”) y que en la realidad, tras una lavada en casa, te hace sentir como la más infeliz de las loras matadas a escobazos.
O la uña, la ceja, la limpieza de cutis, la depilación o cualquier otro servicio que hace que la cuenta suba y la autoestima se componga un par de horas, hasta que llegas a tu casa y tu marido se te queda viendo con cara interrogativa y suelta: “Mi amor ¿No ibas a la peluquería? ¿Que pasó, estaba cerrada?” o el eternamente peor “¿Qué te hiciste?”, que conduce inevitablemente a la hemorragia de lágrima, moco y tú no me entiendes.
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Cuando viajo a alguna ciudad de esas que me gustan mucho y donde invento que quiero irme a vivir al menos un año, me pega más. ¿Cuántas peluquerías hay en Caracas? ¿Cuántas en comparación con librerías, discotiendas, tiendas de diseño, centros de arte, cines, teatros, quincallas, ventas de chorizo, puestos de churro, chicheros ¿Alguien las ha contado?
Se reproducen como los Gremlins en Navidad. Salen de donde no hay espacio. Donde antes había una bodega, hoy hay una peluquería. Donde antes había una peluquería, hoy hay dos. Donde antes había un taller mecánico hoy hay taller mecánico, agencia de loterías y peluquería. En las novísimas ferias de las universidades te secan el pelo mientras tratas de leer a Jürgen Habermas o a Theodor W. Adorno. ¿No te jode?
De un tiempo a esta parte tenemos además a Carmelo. Ese viejecito con cara de loco que mira al vacío desde los letreros de sus salones de la infamia, donde unas setenta mujeres forradas en pantalón rojo están entregadas a la tarea de secar el pelo a las no pocas clientas que, por una suma ridícula de plata, ponen sus melenas en manos de estas doñas.
No se pelan la operación al menos dos veces por semana y, si llueve, puede que tres o cuatro. Ah, es que ese es el terror de toda mujer que se seca el pelo: la lluvia. Uno las ve correr desesperadas cuando el cielo se encapota, como si fuera a llover ácido sulfúrico en vez de agua, como si la ira de Thor se hubiera desatado de una vez por todas y sus rayos destructores fueran a caernos directamente en la cabeza. Lo que pasa es que esos 5 mil bolos que acaban de soltar en donde Carmelo son una inversión. Y la lluvia se lo lleva todo. Ilusión, sex appeal, desriz de arcilla, pelo secao. Todo se va con el agua.
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Soy rara, ya lo sé. Desde que tengo uso de razón recuerdo haberle tenido pánico a las peluquerías. Para mí, peluquera y dentista son dos formas de ejercer la tortura que han sobrevivido todos los tratados de Derechos Humanos a través de los tiempos.
Cuentos de horror, los tengo todos: más de un look espantoso (¡yo quería verme como Madonna, no como Ronald McDonalds!), una especie de sarna por unas tijeras mal lavadas, un tijeretazo certero en el lunar que tengo en la nuca (al que desde hace unos años bauticé como Chávez) y más sangre que en el cumpleaños de Lady Macbeth, semanas de usar cola y ganchitos esperando que me creciera el pelo y no se vieran los horrores del corte… Lágrima y moco.
Mis peores recuerdos peluqueriles provienen de la época en la que mi mamá me hacía llevar el look totuma. Para tal fin, me llevaba al mismo “salón de belleza” al que ella iba, religiosamente, al menos una vez al mes. Nos acompañaba mi abuela, que era todavía más creyente de las maravillas de la peluquería. Todas las semanas se pasaba por donde Irma para que le pusieran una ampolleta –una suerte de gotas del Carmen que le daban reflejos inevitablemente morados a su corona de algodones rubios-, le secaran el pelo y le “hicieran” las manos y los pies (como si no tuviera ella unos propios).
Mientras esperaba a mi mamá y a mi abuelita entre el olor a pelo quemado, los chismorreos de las viejas, y los innumerables pies con los dedos metidos entre pelotas de algodón, rezaba escondida tras alguna revista Hola! que ninguna de aquellas brujas se antojara de mis pelitos. Pocas veces me salvaba. Nunca faltaba alguna que se me quedara viendo y dijera: “tiene la pollina muy larga, se le va a meter en los ojos”, a lo que mi madre y abuela, maestras las dos, respondían aterrorizadas “entonces córtasela un poquito”, creyendo que con aquello me garantizaban el rendimiento escolar que nunca tuve.
Hoy, que soy una atravesada y protestona de primera, no entiendo porqué fui siempre tan obediente a acompañarlas a aquel infierno si era obvio que mientras subía la escalera de roja alfombra que conducía a los dominios de la bruja Irma, me estaba dirigiendo al cadalso, y lo peor es que ya lo sabía.
La señora –que era igualita a Endora, la mamá de Hechizada- me agarraba la cabeza, me la enderazaba, trazaba con sus uñotas fucsias una suerte de mapa imaginario por mi frente y chas, me pasaba la tijera en línea recta sobre los ojos en una operación que me hacía picar la nariz y lucir todavía más mensa de lo que siempre he sido, si tal cosa fuera posible.
Claro que, si bien aquello no me gustaba para nada, podía decirse que si entraba y salía de donde Irma con la pollina más corta, técnicamente, me había salvado. Jodido era cuando la vieja se ponía creativa.
Una vez, me acuerdo, la pérfida me hizo creer que me haría el corte de Heidy, mi adorado ídolo televisivo de por esos días. Como yo era blanca como el papel, de pelo negro y regordeta como un tanquecito, la fantasía de parecerme a la niña que corría descalza por los Alpes se me hizo plausible. Pobre de mí. La idea de Heidy que ella tenía seguramente venía de alguna niña judía sobreviviente de un campo de concentración. Y así fue como me dejó. Sólo que, siendo regordeta, el efecto era todavía más infame. Estuve como un mes sin querer salir de la casa, escuchando y “Our house, in the middle of our street”. No sé si mi mamá se acordará de aquél despecho capilar.
Todavía hoy, cuando me toca visitar al bendito de Jóse (mi adorado estilista), recito todo el parlamento: “Consérvame el corte, pero quítame lo que tengo feo. No me lo vayas a secar, que no me gusta. No me hagas nada que me obligue a venir en menos de dos meses o a usar laca. Ah, y por favor ¡Acuérdate de Chávez!”.