miércoles, 10 de enero de 2007

MÍA

María Ángeles Octavio



Mi cuerpo horizontalizado. Sobre una camilla de hierro. Cubierto con una sábana. Una tela áspera me cubría completamente. Verde o blanca. No veía bien. No podía abrir los ojos. Me pesan. ¿Estoy bocabajo o bocarriba? No siento sueño. No siento nada. Ni siquiera frío. Estas salas suelen ser muy frías.

Unas manos me atacan por detrás. Me toman el cuello por asalto. Comienzan a masajearlo hasta que revivo. Dejo mi cuerpo en la morgue. Estoy en la peluquería con Silvia mi masajista.

-No chama, eso es una enfermedad. Yo pasé por allí. Él me caía a coñazos. Para serte sincera, yo buscaba que me cayera a coñazos. –cuenta entre jadeos, porque siempre me repite que se agota cuando da un masaje-. Cuando todo estaba en paz sentía la necesidad de decir algo para perturbarlo y así provocarlo hasta que me diera lo mío.

Desde afuera de la cabina se oye una voz que le pregunta a Silvia si a las tres de la tarde puede atender a la Sra. Frutifú. Ella deja de masajearme y abre la cabina. Yo levanto la cara que estaba enterrada en el hueco de la camilla. Silvia le dice a la voz que debe ser la secretaria, que ni de vaina va a atender a esa vieja, que la última vez la dejó plantada y que ella está cansada de esas vainas. La voz pregunta que qué le dice a la Sra. Ella le dice riendo, dile que estoy ocupada y punto.

Entra de nuevo, cierra la puerta corrediza y toma aire y continúa.

-Me llenaba de morados y luego me cogía. Lo hacíamos como animales. Me daba durísimo. Para mis adentros era un placer similar. Los coñazos y la cogida. El dolor llevado a lo sublime. Me sentía como una artista de cine en su rol de mujer maltratada, pero bien cogida. El guión era casi siempre así. Me daba mi buena paliza, se arrepentía, lloraba mucho, me pedía que no lo volviera a provocar, que me amaba, que no sabía de dónde le nacía hacerme daño, que no me quería hacer daño. Muchas veces tuve que llamar a mi papá para que me llevara a la clínica. Llena de moretones. Una vez me desfiguró el rostro. Y entonces venía la denuncia, el reconocimiento, la ida a casa de papá, la llamada de arrepentimiento, mi pelea con papá. Yo lo amo papá, él perdió el control, me juró que más nunca volvería a pasar. Yo que le creo. Ustedes no me quieren, que le digo a mi familia. No entienden nuestro amor. Déjenme en paz. Yo soy una mujer adulta. Corría a los brazos del amor y a la vuelta de una semana a lo sumo, ya estaba recibiendo mi ración.

Suena un celular y es el de Silvia. Ella mira el número del que la llaman hace unas muecas y atiende.

-Sra Tiramisú, ¿cómo está?, ¿qué es de su vida? ¿Mañana? ¿A qué hora? Bueno véngase un rato antes porque a mi no me gusta poner la gimnasia pasiva mientras le hacen las manos. Como cuarenta y cinco minutos antes. Si no, no la atiendo.

Cierra el celular y me dice que nosotras las clientas queremos estar bellas en dos minutos, que somos unas desconsideradas, que sólo pensamos en nosotras. Me ve la cara y para de despotricar contra las clientas y sigue el cuento.

-Una vez caí en la clínica por una semana. Llegué inconsciente. Esa vez se pasó, me dio muy duro. No lo vi más nunca, se asustó y me dejó tranquila. He sabido que a la amante de turno también le daba, la veía caminar por la plaza llena de hematomas. Luego se casaron o pusieron a vivir juntos. Y los coñazos quedaron para ella y las venideras. Yo me desembaracé de ese loco, pero estaba muy enferma. Uno se acostumbra a todo. Y le hace falta. Por muchos años quise que mis parejas me pegaran. No resistía el amor sin violencia. Hoy por hoy creo que estoy curada, al menos acepto que estuve muy mal.

Las manos de Silvia han ido y venido sobre mi cuerpo. Mientras me hablaba de la mano de golpes que le daba su amor, ella me daba golpes en mi cuerpo. Golpes profesionales. Es una tremenda masajista. Sus dedos recorren mi dermis. Patinan por ella. Se detienen donde sospechan de grasa. Yo le decía más duro, no te siento. Me gusta el dolor en mi cuerpo. El momento mágico era cuando una vez finalizado el masaje, me cubría con una toalla y me ponía música relajante por diez minutos. Salía de la cabina en busca de una manzanilla. Esos minutos siempre me llevaban a pensar mucho.

Veo a Ignacio pegándome gritos. No para. Alza las manos y grita. Yo trato de desenchufarme, me disparo a otra nube. De lejos escucho sus quejas:

-De nuevo se pudrió un tomate en la nevera.
-El cambur se puso demasiado pintón.

Cambur pintón, le decía yo en son de burla y él encolerizado se venía sobre mi con improperios y amenazas.

-Te voy a dejar. No me vas a ver más nunca. Eres una loca.

Imaginé que se me lanzaba encima. Me hablaba con golpes. Me daba tan duro que perdí conciencia. Me dejó toda morada. Hasta un ojo avioletado, por no decir que violentó mi ojo. Al día siguiente cuando llevara a los niños al colegio usaría los lentes negros a lo Jacqueline Onassis y diría con voz de tragedia que me había llevado una puerta por delante.

Lo cierto es que nunca me pegó. Atravesó, eso sí, puertas y ventanas con su puño. Se partió los nudillos contra una mesa, pero nunca me pegó. Recuerdo una vez que me alzó la mano. No lo suficiente para subir por encima de su tono de voz. La voz siempre estaba en la cima. Veníamos de un restaurante. Habíamos cenado con unos amigos. En la Huerta, un restaurante español que está en la Solano, por Sabana Grande. Estábamos en la barra. Picábamos. Tomábamos. Él se hacía el sobrado con los mesoneros y otros comensales en la barra. No sé en qué momento fue, no recuerdo ni qué me dijo, pero mi instinto fue vaciarle la copa de vino en la cabeza. Algo humillante para variar debía haber salido de su boca. No aguanté la humillación o me provocó, provocarlo. No sé que vino primero si el huevo o la gallina. Lo que sé es que la tortilla llegó rellena de gambas y espinaca, casi tan buena como la de mi madre, y no la pude probar. Ignacio me tomó del brazo y me sacó del restaurante. Me batía. Nos llevamos varias sillas en el trayecto. Nuestros amigos le pedían que se calmara y yo por dentro estaba feliz, desde un principio no quería ir a esa cena. Ellos no eran mis amigos. Mis amigos ya no existían, todos eran unos guevones que no servían para la cofradía. Todos eran unos perdedores al lado del hombre que me había escogido. El hecho es que esa noche me alzó la mano. Y cuando ésta estuvo a punto de descender hacia mi rostro, uno de mis hijos me llamó. Me salvó la campana, el bebe de turno quería hacer pipi. Mami, quero hacer pipi, y yo corrí a refugiarme detrás del cuerpo de mi hombre. De mi bebe de 2 años y medio. De mi masculino carricito que no sabrá nunca de lo que salvó a su mamá.

No sé qué hubiera pasado si la incontinencia de mi hijo ya no hubiera existido. Cuando llegué ya estaba meado. No dije nada. Lo bañé, me quedé junto a su cama, le canté. Cuando se durmió rompí a llorar.

Ahora que estoy en la morgue, muerta, rodeada de víctimas de la violencia y de accidentes, me pregunto, qué hubiera pasado si Ignacio me hubiera pegado, si la brutalidad hubiera pasado del verbo a las manos. Cómo hubiera terminado yo, si en lugar de morir enferma por las marcas de las palabras, hubiera muerto a coñazos.
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Estracto de la Novela MÍA (inédita)

4 comentarios:

Anónimo dijo...

saca pronto esa novela

Kira Kariakin dijo...

Sí, sácala pronto.

Ophir Alviárez dijo...

Porque se muere a diario y se sigue viviendo, quedo a la espera de más

©Javier Miranda-Luque dijo...

el próximo 27 te quedrás atrapado en el ascensor